Entrevista a Nona Fernández

Autor: Cyntia Soto Arce1

(Universidad de Santiago de Chile, Santiago, Chile)

E-mail: [email protected]

 

Nona Fernández (Santiago, 1971), es actriz, escritora y guionista. Estudió teatro en la Universidad Católica y fundó la compañía “Merri Melodys” junto a su pareja y padre de su hijo, Marcelo Leonart. Su primer novela Mapocho, le ganó el Premio Municipal de Literatura de Santiago y desde entonces ha publicado Av. 10 de Julio Huamachuco (Uqbar, 2007), Fuenzalida (Mondadori, 2012) y Space Invaders (Alquimia, 2013). Ha trabajado en guiones para teleseries como ¿Dónde está Elisa? (TVN, 2011), Los archivos del cardenal (TVN, 2011) y, recientemente, Secretos en el jardín (Canal13, 2014).

 

¿De dónde surgió la idea de Mapocho?

Los trabajos narrativos surgen siempre de lo insólito.  Yo creo que, en concreto, mucho antes de escribirlo se trataba de una fotografía del río Mapocho. Una foto de un cuerpo flotando por el Mapocho, sacada después del golpe, el día 13, ponte tú. Nunca había visto esa foto pero, efectivamente, era un cuerpo. Me impactó mucho esa foto. Siempre escuché de los  muertos del ’73 que habían ido a dar al río y todo, pero nunca lo había visto. Es distinto cuando uno lo ve en un documento concreto u objetivo como puede ser una foto. Ahí me quedó dando vueltas esa idea, una imagen que no era una historia, no era nada. Era simplemente una imagen. Después indagué por donde vive mi madre, muy cerca del estadio. En una oportunidad un vecino se puso a contar que él vivía cerca del río, y cómo para el golpe vio cuerpos pasar y como no se atrevía a decir nada, aunque tenía el impulso de bajar, de verlos.

Esas dos cosas me dejaron perturbada y abrieron como una compuerta. Era un perturbación vital que desde chica tengo con  todo en relación al golpe, a la historia reciente que tenía que ver con el golpe; a la idea de esos muertos, tan ahí, tan presentes, en el mismo lugar donde uno está uno habitualmente, por lo menos en mi historia. La ciudad, en sí, está súper presente en mi historia, me siento identificada con la ciudad, como protagonista de la ciudad y la ciudad como un escenario vital. Y, de pronto ver esta imagen –no es que no lo supiera, por supuesto que yo lo sabía–, pero la  imagen cruda me perturbó demasiado. Tiene que ver con  ciertas rabias acumuladas. Creo que Mapocho es una novela rabiosa, y  adolescente en ese sentido. Y aparece la obra, aparece esa imagen que es la imagen primigenia de la novela. Ella, mirándose a sí misma. Originalmente yo pensaba a una  mujer que veía un cuerpo y después ese cuerpo se trasformó en ella porque cualquiera de esos cuerpos podríamos haber sido nosotros. Y, a partir de eso parte la historia. Lo he dicho antes, cuando partí la historia, me sentí yendo, efectivamente por un río, navegando o arrastrada por una corriente tormentosa.

¿Qué simboliza la figura del río Mapocho para ti?

Yo creo que es una presencia importantísima en la ciudad y en la novela.  Representa –te lo digo ahora, no es que en ese momento tuviera los conceptos muy claros– la herida abierta de la ciudad, porque lo que tiene el río, que es una imagen de belleza clásica, es su fealdad. Es un río horrible que cruza la ciudad. Santiago siempre le ha querido subir el pelo, pero es una cochiná horrible, que tenemos ahí y no podemos hacerle el quite. Aunque la embellezcamos, sigue ahí y hay que asumirla como es, no más.

¿Cómo fue el proceso de investigación para la novela? ¿Cuánto demoró y a qué fuentes acudiste?

Investigué mucho, fue un tiempo muy entretenido de trabajar mucho en la ciudad, o sea, de rondar mucho la ciudad, de encontrar los escenarios e investigar en terreno. Me gustó el trabajo de Justo Abel Rosales sobre la Cañadilla y la Chimba. Él fue una especie de guía, con el di con mucha crónica de la ciudad. Leí a [Roberto] Merino, a Oreste Plath, a cronistas de toda índole porque pensé, primero, que sería un libro de crónica. No sabía realmente lo que quería hacer salvo que también  quería hablar de la ciudad. De pronto, quería que el libro tuviera su propia historia de tipo  culebrón de los niños perdidos, y que tuviera al mismo tiempo crónicas entrecruzadas. Entonces leí mucho de eso y ahí di con Justo Abel que me pareció el cronista más indicado para el trabajo que quería hacer ya que es muy distinto a, no sé, Vicuña Mackenna, por ejemplo, que tienen una visión de la ciudad más desde el poder, y de otra clase. Justo Abel es un tipo de clase media, que opina y que es muy divertido como cronista porque interviene mucho. Es super cahüinero, tiene esa voz que yo buscaba. Fue todo un descubrimiento,  como un ángel de la guarda en el libro y me dejé influenciar mucho por él.

También trabajé mucho en la biblioteca porque apareció esta idea de que las crónicas tuviesen que ver con el río que después no fueron crónica sino más bien voces. Y había que elegir cuáles iban a ser esos muertos que hablaban. Entonces, me acuerdo, de muchas historias que leí hasta que seleccioné los hitos, los buscaba en diarios por si estaban registrados. Hubo mucho de buscar libros en librerías de viejos y hablar con ellos los libreros y me encontraba con anécdotas sobre Santiago. En fin, fue un trabajo muy de calle; un trabajo oral, por eso aparecen voces más que una narradora que te cuenta una historia. Hay voces que se empiezan a colar y que son la voz de la ciudad, que son en rigor, la calle, el testimonio de mi familia en términos de mis indagaciones. Fue una investigación azarosa de recopilación.

¿Cuál es tu visión personal sobre la relación entre la literatura y la historia, como escritora?

Este es un gusto muy personal. Yo no creo que hay literatura interesante si no está anclada de alguna forma en la historia, en la época que de una forma se está viviendo. Todo escrito de alguna manera se inserta en algo o uno puede ver cómo la historia lo encuadra o conceptualiza o le da un escenario. Creo que como autor uno tiene que ser consciente de eso. No entiendo los textos en el aire. Siempre me ha gustado el cable a tierra. Me gusta evidenciarlo, es vital. No siempre desde el registro histórico, no es que uno tenga que escribir novelas históricas, necesariamente. Pero, si yo voy a escribir algo, bueno, ¿dónde estamos?,  me pregunto. No es solamente la historia de amor –por decirte algo, no sé, del romance que ocurre en un departamento–, bueno, eso está inserto en una ciudad, en una época determinada, en un contexto histórico determinado. Y eso eleva las historias a otro lugar, y es un lugar más universal y mucho más interesante, también. Ese es el registro que busco. Yo creo que Mapocho, en ese sentido, ya se va al chancho porque es un material para jugar con la historia para hablar de ella.

El orden de los hechos históricos en la novela es muy interesante, ¿qué ideas predominaron al momento de escoger los episodios fundacionales, y armar los capítulos?

Lo hice de manera intuitiva. Escribo sin  una planificación muy clara. Parto de  una idea y voy siguiendo esa intuición. Siento que la novela va pidiendo lo que necesita más allá de lo que uno quiere que la novela sea. Hay veces en que al final uno nunca está tan equivocado. Uno nunca quiere algo muy distinto a lo que la novela pide, pero siempre, lo más entretenido es cuando uno se va sorprendiendo en el camino de lo que el material te va pidiendo. Yo creo que, con Mapocho, fue azaroso y eso tuvo que ver con cómo se dio la investigación. De pronto, habían sucesos interesantes que escribía inmediatamente y quedaban bien puestos ahí, no había que alterarlos. En el caso de los hechos históricos que escogí, que tienen cierto orden cronológico,  sí demandaron un proceso de selección y ordenamiento, ver cuál convenía más y. Van de Pedro de Valdivia hasta Ibáñez del Campo y después ya es la historia de ellos. El último es pura ficción. El libro tiene muchas historias que son historias del Barrio, de cuando los sacan a la cancha –que ya es un reflejo de muchas historias de dictadura–.

No es que haya quedado mucho afuera sino que hubo mucho material que yo pensaba que podría ser pero que nunca trabajé. Fueron cayendo sólo los hechos e insisto, [fui]  guiada por Justo Abel [Rosales]. Él tiene un libro sobre el puente Cal y Canto que me sedujo, o sea, por eso entra el puente, su construcción, la historia del diablo… Y me parece pertinente justo ahí.

Después de Justo Abel tuve más claro lo que estaba haciendo, y entendí que era interesante trabajar de forma más explícita con momentos históricos que no estuvieran presentes en un documento oficial como, por ejemplo, cuando Ibáñez saca a todos los homosexuales y se los lleva.  Eso no estaba articulado en ninguna parte salvo en el decir de la gente. Mi mamá se acordaba, mi abuela se acordaba, los vecinos se acordaban. O sea, si tú preguntabas, te decían: “Sí… se llevaban a los maracos…” pero no hay ningún registro. Y en el diario encontré una notita que se estaba haciendo una limpieza de los degenerados y yo me decía: “¿Esto es un artículo?” No hay más. Y en el registro, bueno, yo tengo amigos gay que han hecho una investigación un poco más detallada y aún así no hay material. El registro es lo que la gente ha dicho. También averigüé que no se trataba solamente de homosexuales. Habían, también, indigentes, cojos, ciegos… ya era una cosa feroz. Y yo, ahí, ya estaba más sintonizada y entendía más lo que quería hacer –que era justamente ficcionalizar algo que no estaba escrito y jugar, interpretar, los hechos desde otro lugar. Era cosa de cuestionar a partir de lo que existía. El resto no, el final era, derechamente, inventar. Pero era a partir de reflejos. La historia de la cancha podría haber pasado. No pasó, no está inspirado en nada en particular, pero son retazos de otra historia, una especie de aleph. 

¿En qué te basaste para la concepción del personaje de Fausto? ¿Por qué elegiste un nombre tan esencialmente europeo para el nuevo historiador de Chile?

Con el tiempo, yo me digo: “Es obvio”, la metáfora del tipo que le vende el alma al diablo. No es más que eso, no es más profundo que eso Pero en ese momento no me lo parecía así. Es que son otros tiempos, también. Pero, bueno, el libro es lo que es y no va a cambiar. Es súper obvia.

Fausto como personaje me interesaba como gestador de una historia, como el demiurgo que, de alguna manera, lo gesta con conocimiento del engaño. Sabe que hay cosas que se van a contar; sabe que hay cosas que no se van a contar. Todo lo que no se cuenta, todo lo que queda afuera  pena como penan muertos. Todas las verdades también terminan penando cuando no son contadas

Yo no tengo la verdad del libro, sin duda, no la tengo. [Hay] caminos, obviamente, que se construyen a partir de arquetipos. Yo nunca más he vuelto a escribir, así, tan arquetípicamente, y eso hace que quede abierto a varias interpretaciones.

Hay muchos  formatos textuales dentro de la novela que impiden catalogarla: tiene aspectos de tragedia griega, de nueva novela histórica, entre otras variaciones, ¿a qué atribuyes tú esta hibridez?

Es shakespeareana y es épica. Yo estudié teatro, vengo del teatro. Entonces, me pesa para bien –yo digo que para bien porque yo amo la dramaturgia épica, amo Shakespeare– y me encanta esa cosa grandilocuente de los reyes y las batallas. Me alucina porque es como un cuento infantil, finalmente. Tocas entonces ese arquetipo de cuento que es distinto a Chejóv, por ejemplo, –que es otro weón que adoro por su trabajo teatral– pero en el cual hay personajes más reales, que tienen más carne, por decirlo de alguna forma. Y yo creo que  [la hibridez] sale algo de ahí, sin autoconciencia en absoluto. [Está] ligado al inconsciente, a mi propia formación. Yo creo que esa historia, esto de los exilios y esta especie de hombre que se queda aquí, que es como un rey secuestrado que trabaja para los enemigos, es un gran cuento. Los hijos que vuelven, los hijos que se enamoran; es todo muy, muy de cuento. No es real. Yo creo que viene un poco de eso. Creo yo, porque –insisto – nunca más volví a entrar en ese código tan así.

Y, también me preguntabas a qué debía esta historia: la historia tan melodramática. Yo creo que es a eso porque, incluso, hay gente que me ha preguntado si tiene que ver con mi trabajo en las teleseries. Pero la verdad es que, yo escribí Mapocho cuando estaba recién entrando, sin consciencia del género como culebrón que con el tiempo lo he ido aprendiendo. No era parte de mi imaginario. Yo creo que, más bien, tiene que ver con mi formación teatral, con esos universos. Era lo que tenía más incorporado y son las herramientas con las que he terminado trabajando en las teleseries.

¿Cómo se vincula la relación incestuosa de la Rucia y el Indio (y otras historias) con el formato melodramático?

La novela tiene una idea de ciclo sin fin, de cegueras y de muertes, que no termina nunca. Pareciera ser así, ¿no? Y los muertos siguen rondando y nada se soluciona. Ellos pasan de un lugar al otro y empiezan a ser esas voces, también, que andan dando vueltas. Es bien terrible, es bien trágico. Yo creo que también está en la relación de Fausto con sus hijos, en esa imposibilidad. Él siente  que, de alguna manera, lo que  ha hecho lleva a no verlos nunca más, como que está haciendo un gran sacrificio por ellos. Está siempre la idea de que esa es una condena para ambos pero que, tal cual como ocurre en las tragedias griegas, el azar los junta y se enamoran. Acá, el azar lo junta, frente a la tumba, con su hija y se dan cuenta que están muertos y hay una cosa muy terrible.

Y Fausto con su mujer… [ella] tiene una heridas que no le sanan nunca. Esa relación nunca la vemos, es parte de la prehistoria de la novela. No la intuimos. O sea, intuimos que hubo una relación que debe haber funcionado cuando todo esto funcionaba en el barrio, cuando todo esto era de otra manera. Yo misma, no sé cómo era esa relación… pero, no tiene que haber sido muy buena porque nunca más se comunicaron.

Ella huía de él, yo creo que ella no le perdona a él, ni entiende lo que ha hecho, ni él se ha preocupado por darse a entender tampoco. [Son] historias de incomunicaciones, falta de diálogo, de esos silencios, esas cosas que no se dicen. No sé si son exclusividades chilenas pero que uno las entiende bastante bien, y en los códigos familiares que nunca se hablan, pero que todos cachan y barren bajo la alfombra que es como un código, sobre todo de generaciones anteriores. No sé si estamos todos limpios de eso pero yo lo veo, sobre todo, en las generaciones más viejas. Esto de no hablar las cosas, o de no querer ver, de decir que está todo bien y que,  en el reflejo de novela tiene que ver con la historia. Es lo que no contamos, con lo que nos conformamos de las primeras versiones. No preguntamos más porque no queremos ver más, seguramente. O porque hemos sido formados en esa educación de “Esto es lo que hay” y “Esto es lo que es”. No se ve otra cosa y de esto no se habla. Y es lo que, a nivel histórico después deviene en: “Habían detenidos desaparecidos, oh, yo nunca me di cuenta… pero si no se sabían nada”. Pero los muertos estaban ahí, estaban en el Mapocho… Es como la versión doméstica de ese problema que ha sido a nivel social un conflicto clave.

Tus obras suelen aludir a la dictadura, ¿cómo esperas que sea la recepción, de estos temas, por las generaciones que no vivieron ese periodo histórico? ¿Cómo crees que ocurre la reactualización y comprensión de estas problemáticas, si es que ocurre?

Yo creo que ha ido cambiando con el tiempo. Yo nunca he tenido una planificación muy clara de querer escribir o de que este va a ser mi tema: “Yo voy a ser la escritora de la memoria chilena”. No, nunca. Pero siempre he caído, de nuevo, o sea voy cayendo y cayendo en el tema. Yo creo que es porque pertenezco a una generación que alcanzó a verlo sin protagonizarlo. Nací el ’71. El ’73 tenía un año y medio, dos años. No me acuerdo del golpe. Sería una mentirosa al decirlo. Pero sí, todo mi periodo de adolescencia, de infancia mayor, la viví en dictadura con consciencia de lo que se estaba viviendo. Yo me acuerdo, no era tan chiquitita. Logré entender lo que estaba pasando, vivencié ciertos procesos estudiantiles, secundarios.

Entonces, hay un registro histórico en mí que me sigue penando por ser, justamente, como esa bisagra entre la herida que tiene esa generación anterior a la cual yo, durante mucho tiempo le exigí el relato. O sea, decía: “Ya po, cuéntenme”. Porque, a nosotros siempre nos iba llegando de a poco la información. Decían: “Pasó esto” o “Mataron a tal persona”. Pero era un despelote en el que no entendías nada y nadie te aclaraba nada. Mucha gente estaba en esa y mucha gente, yo siento que, no querían hablar, así de simple. Ahora lo entiendo, en ese momento, no lo entendía. Yo creo que Mapocho obedece un poco a ese berrinche de, “Ya, si nadie me cuenta, yo voy a inventarme qué pasó”. A esa rebeldía. Pero ahora he entendido que son procesos y que las heridas y los dolores tienen sus tiempos, y los duelos tienen sus tiempo, y que, bueno. Hay ciertas responsabilidades históricas que uno – que yo – como generación tiene. Yo puedo hablar de esto, a mí no me duele tanto hablar de esto. Lo hago porque no puedo escribir de otra cosa. Aunque me lo planifique, no puedo salir de ahí. Puedo hablar del tema y quizá ser el nexo entre una generación y otra para contar, para poner el tema en el tapete.

Siento que, al comienzo, eso tuvo que ver con procesos históricos. O sea, después, cuando llega la democracia. La democracia se construye a partir del silencio: ya no se habla del tema porque aquí hay personas que no deben ser acusadas, gente que sigue funcionando y ya no vamos a hablar del tema. Y ese “no vamos a hablar del tema” también implica que mucha gente deja de interesarse porque ya no se trata. Para un cabro que tenía quince años, en ese minuto, ¿qué se va a interesar? Y cuando aparecen algunos relatos, porque siempre se escribió del tema, yo sentía que no había mucho interés y que yo daba la lata con el tema. Pero no había nada que hacer.

Recuerdo que hicimos una obra, en ese tiempo –te hablo del 2000 –, llamada “Grito”. Era sobre un torturador y una torturada, y decíamos: “¿Qué hacemos para que la gente no cache que es de un torturador y una torturada y vengan igual?”. O sea, cómo vender la obra –a nivel de marketing dentro del marketing al peo que tiene el teatro porque no es tan mediático– para que la gente fuera. Y, no supimos cómo hacerlo pero pasó que a esa obra, a nivel de culto, fue mucha gente justamente porque se trataba del tema.

Ahí entendimos que, a lo mejor, estaba ocurriendo un cambio y podíamos hablar. Entonces, esa inquietud de a poco se ha ido abriendo y siento que ya, ahora con cuarenta años del golpe, está en todas partes. Y tiene que ver con que se da permiso para oficializar la memoria y hay una sistematización del proceso. Pero, sí,  creo que las nuevas generaciones cada vez se interesan más. Es pega de uno, también, presentar el tema desde un lugar que sea interesante porque a mí me agobió durante muchos años hablar a partir de la victimización y la solemnidad.

No podías opinar porque era tan terrible que no podías ni decir si era bueno o malo. Pero, yo creo, que hay que hablar y hay que hablar mucho y hacer cosas malas y buenas, copiar y hasta reírse – con respeto, sin duda – pero hay que instalarlo en distintos lugares para apropiárselo y sanarlo. No puede ser siempre un tema y yo creo que, con el tiempo, las nuevas generaciones han tenido más interés.

 

1- Cyntia Soto Arce es Licenciada en Literatura de la Universidad Diego Portales. Actualmente cursa un Magister de Arte, Pensamiento y Cultura Latinoamericanas en el Centro de Estudios Avanzados IDEA de la Universidad de Santiago de Chile. La presente entrevista a Nona Fernández es un anexo de su tesis de pregrado titulada: Mapocho: una reescritura melodramática de la historia nacional que formó parte del proyecto fondecyt de iniciación Nº 11110361, “Representaciones del sujeto en el imaginario independentista contemporáneo”, liderado por la Dra. Carolina Pizarro.