Relatos

1. Minicuento albino

Autor: Lorenzo García Vega ((Lorenzo García Vega perteneció al Consejo de Redacción de la revista Orígenes, y en 1961 obtuvo el título de Doctor en Filosofía y Letras. En 1968 dejó Cuba, luego de participar en participar en labores editoriales y culturales. Posteriormente participó en los consejos editoriales de las revistas Escandalar y Újule. Dentro de sus últimos libros se cuentan su autobiografía El oficio de perder (2004), el libro de prosas Cuerdas para Aleister (2005), la recopilación de poemas No mueras sin laberinto (2005) y el «proyecto de novela mala» Devastación del Hotel San Luis (2007).))

(Miami, Estados Unidos)

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Un lugar con una arena que no es arena de verdad. La interrogación comienza con una música de órgano. Y los que están pasando, unos jóvenes en bicicleta, también están haciendo, con las filarmónicas que se llevan a los labios, una música de órgano. ¿Qué es lo que puede servir para escribir un cuento? Todo parece indicar que hay un ruido oscuro, muy oscuro. Sin duda, para escribir un cuento. Quizás pueda bastar con el bolero de ese viejo moribundo, quien no sólo está despatarrado, sino que, después de haber trabajado, como telegrafista, en una oficina de la Playa Albina, se ha reducido a vivir en el Home para ancianos desquiciados.

Quizás sólo esto bastaría para escribir un cuento. Pero… Esta es la primera escena.

Las notas de la médium, tomadas por una taquígrafa extraída de una película soviética de 1926, son las que sirven para esculpir, y esto mientras una lluvia de pequeñas esferas, que pretenden ser como soles diminutos, también diseñan el rostro del personaje, viejo moribundo. ¿Cómo se llamará este personaje? Esta es la escena 2, la cual tiene también un final donde, el viejo moribundo, extiende los dedos de su pie derecho.

Ahora, un cartelito que reluce con una luz neón, nos hace saber que el viejo se llama Prisciliano, el mismo nombre que también tenía el gallego gnóstico, decapitado en el 385, del que hablaba don Marcelino Menéndez y Pelayo… En esta escena, la escena 3, Prisciliano pasa por delante de una cristalería no sólo de un barroco no-barroco, sino que es, también, la chabacana imitación de un estilo chino que no es chino ni nada que se le parezca. Así que, como si nada, se oye por Morse un disparate silencioso que acaba por cautivar a un personaje a medias, que sólo aparece a medias, en el lado derecho de la escena.

¿Y en la escena 4? Pues comienza, disparatadamente, proyectando en la pantalla a un bastón, a una pluma de fuente, a la acartonada imitación de una ardilla, y al bigote del actor Adolphe Menjou. Todo esto, también, lo cuenta con voz entonada el casi moribundo Prisciliano, mientras que a la vez, con el sonido de un piano acompañante, cuenta sobre lo que él cree que fueron los mejores años de su vida. Además, es rica y atronadora la risa que el doble del anciano Prisciliano empieza a verter (pues es así, y así se ve en la pantalla: el doble, con risa, de Prisciliano).

(El discurso de un palimpsesto, recitado por única vez –una única vez que enseguida se esfuma– con la voz en off de una actor hace muchos años desaparecido, parece decir lo siguiente: –Donde la luz eléctrica se ha vuelto gitana, después gotea un golpe de las Islas, o sea, unas mecánicas aturdidoras que ha marcado el saliente, sonrisa del texto tan frívolo por la pura bulla de la poesía de bolsillo que, con un grito, finge un SOL de las tres de la tarde, o un dueño de circo que se llamaba Pubillones).

Pero, en la otra escena, aparece el cielo difícil, el cielo que se asemeja a un ejercicio de estilo. Y esto para ornar, por un lado que casi desaparece, al poeta Pedro de Oraá que, enarbolando un látigo de papel, acaba diciendo sobre el retrete de un avión.

Pero, para hacer el cuento corto, como diría el poeta Palenzuela, resumo la escena final, diciendo lo siguiente: en aquella oficina, la que, por cierto, nada tenía de una oficina literaria, ejercitó y ejercitó, durante muchos años, el Prisciliano sus renovados bríos de farandulero introvertido (aunque, por supuesto, sin dejar de ser el telegrafista para el que había sido empleado). Y, de todo aquello, como constancia, una vastísima, pero apagadísima estela que, lamentablemente, ningún trabajador de mini-cuentos podrá llegar a saber qué es lo que se puede hacer con ella.






2. Casa de muñecas

Autor: Rolando Revagliatti ((Rolando Revagliatti tiene una prolífica trayectoria como dramaturgo, cuentista y poeta. La mayoría de sus libros cuentan con ediciones electrónicas disponibles en http://www.revagliatti.net, y sus producciones en video se encuentran en http://www.youtube.com/rolandorevagliatti.))

(Buenos Aires, Argentina)

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Desde el comienzo se ensayó con vestuario. La sirvienta, con cofia. El doctor Rank, con pijama de invierno y chinelas doradas. Krogstad, el procurador, con extenuado sobretodo oscuro y gorra. La señora Linde, normal, de ciudadana contemporánea y argentina. Torbaldo, con smoking. Y Nora Helmer (Casandra) de vedette, con altísimos tacos, brillos, plumas y sostén de estrella glamorosa.

Casandra había trajinado en teleteatros y programas cómicos. Krogstad participaba en concursos nacionales de físico-culturismo. El doctor Rank estudiaba escribanía y la sirvienta, el profesorado de historia. La señora Linde estaba casada y Torbaldo (Randolfo) vivía de rentas.

Desde las primeras improvisaciones, incluyéndose en el espacio dramático, el director instaba y compelía en voz baja, turnándose, a cada actor. Sus alumnos concurrían a los ensayos y, a su pedido, intervenían en papeles movilizadores, extemporáneos, patoteando, ridiculizando, invadiendo con contundencia el hogar de los Helmer.

Nora siempre desesperadamente quería coger con su esposo cuando no estaban solos. Él debía, entonces, sacarse a la pegajosa Nora de encima, disuadirla y cuidar las formas, la compostura, justificarla ante los invitados y atenderlos, instruir a la servidumbre. Torbaldo se resistía mientras la apelante y descomedida lengua de Nora lo acicateaba en su boca o en sus orejas, desabrochado, hurgueteado, masturbado por esa lúbrica cónyuge que insistía en la consumación. Caricaturesco tirabombas Krogstad; la señora Linde, fina y solícita; el doctor Rank, achacoso y descalabrado médico, al pie de la tumba; impertinente y jaranera la sirvienta. Krogstad y Torbaldo conformaban un dúo rememorativo a lo Carlitos Gardel y Tito Lusiardo (“Por una cabeza”, “Buenos Aires, cuando yo te vuelva a ver”), y juntos cantaban amistosísimos y engolados, machos y sensibles. Nora y Krogstad se enfrentaban en un duelo, Nora sin sostén, a teta limpia, armada con sus tetas, y el procurador, estilo Hormiga Negra, con una prótesis fálica. El enamoradizo Rank se procuraba erecciones (indicios de vida) auscultando, palpando y frotando al plantel femenino, el que consultaba al facultativo a raíz de malestares imaginarios. Durante el tramo final, Torbaldo intercalaba textos de Nora a otros inventados por él, parecidos y diferentes en cada ensayo, y aun en cada función, con Nora atornillada en el piso, escupiéndolo y emitiendo rugidos y gruñidos crispados o estertóreos, trastornado de dicha Torbaldo posibilitando el surgimiento de tantas voces y discursos: Michelángelo Antonioni, Pepe Arias, Adolfo Hitler, el indio Patoruzú, Lily Pons, “las lolas yéndose a los puertos”, un chanchullero, una contorsionista, un falangista y un republicano, la recitadora Berta Singerman, y otros, y Mecha Ortiz y Roberto Escalada, y otros más, encarnando Torbaldo en una cierta realidad a una Nora Helmer triunfante, Torbaldo inmisericorde, omnímodo, agradeciendo a los revolucionarios de la escena, sin saltear a Vsevolod Meyerhold, Edward Gordon Craig y Vakhtangov, que facilitaban ese despliegue desaforado, ese Ibsen: “Sí, tuve que sostener una lucha atroz”. Los actores accedían, en ocasiones, a un completo éxtasis, al nirvana (epopéyicamente despersonalizados), a lo inefable, a lo divino. Sin arredrarse, de sus roles se embriagaban y se dejaban traspasar.

Randolfo, mientras, intima, entre otras, con dos mellizas, alumnas del director; y Casandra se casa in artículo mortis con el tío de su madrastra, de quien hereda, por ejemplo, una pequeña fábrica de maniquíes, una casa-quinta en Loma Hermosa y un camión. La sirvienta, faltando poco para dejar de hacer funciones frente a un público que envidia el furioso goce histriónico del elenco, se instala en la vivienda del director. El doctor Rank mantiene relaciones esporádicas con la señora Linde, quien, después, se separa del marido y se radica en Lima. El director, a los dos años de convivencia con la sirvienta, liquida a sus alumnos y al teatro, vuela a Lima y se instala en la vivienda de la señora Linde. El doctor Rank es, desde entonces, alguien también alejado del espectáculo. Krogstad padece una afección severa en la musculatura. Casandra vuelve a la tevé y Randolfo produce recitales poéticos que presenta en entidades culturales.

La sirvienta va ya redondeando esta redacción y aguarda los efectos de una droga aborigen centroamericana que potenciada con un litro de vino tinto, la hará disfrutar de intensidades emotivas con lágrimas y sonrisas y secreciones que la incrustarán raudamente en la magia y en los abismos, como con la rotundez congregada de aquellos personajes de la versión delirante y genial de la más bien strindbergiana Casa de Muñecas.


Citar como: García Vega, Lorenzo, Rolando Revagliatti. “Relatos.” Revista Laboratorio 2 (2010): n. pag. Web. <http://www.revistalaboratorio.cl/2010/05/relatos/>