Un niño en la poesía chilena: Javier Bello

A boy in Chilean poetry: Javier Bello

Autor: María Nieves Alonso1

Filiación: Universidad de Concepción, Chile

Email: [email protected]

 

Resumen

Javier Bello desarrolla una obra en la que las figuras, nombres y encuentros con la muerte son una constante. Su experiencia vital y las múltiples lecturas de su tradición le permiten crear una poesía compleja, provocativa, hospitalaria, en la que ciertos significantes son potenciados para mostrar un espacio asfixiante, pero en el que se abren pequeñas ventanas de contacto y vida a través de la amistad, el erotismo y la escritura.

Palabras Claves: muerte, mano, amigos, refugio

Abstract

Javier Bello develops a body of work in which figures, names and encounters with death are constant. He draws on his own experience and on multiple readings of tradition, thus creating a provocative but at same time amicable poetry. Signifiers produce an asphyxiating space. Nevertheless, small windows of contact and hope are opened. All this is done with a notable linguistic and aesthetic competence.

Key Words: death, hand, friends,refuge

I

La muerte simple es el golpe brusco que niega el hilo de la vida, pero  adquiere una dimensión espiritual cuandono es la herida abrupta abierta en la carne de la víctima, sino el aguijón que estremece su existencia entera:

Allá la sangre nubla la visión postrera de la última palpitación; aquí la vida se conserva intacta como escenario de la angustia, el vacío y la disolución interior. Allá el dolor gime por la vida que expira, aquí el temor retiene el horror de la muerte que penetra mudamente en la vida. Allá la muerte es sorda; es un fin, aquí la muerte es sublime, el firme comienzo de un universo de conquistas y esplendor. (Subirats 369).

Las palabras del filósofo español nos envían al tema muerte en la poesía chilena, donde asume diversas figuraciones y nombres, protagoniza encuentros, produce asfixia o es fuente de discurso. Aquí aparece la obra de Bello, quien a los catorce años asombra con su libro La Noche Venenosa (1988). Treinta y tres años después, se percibe que en esos  poemas ya había unas vivencias, seguramente leídas o imaginadas, que conformarían una conciencia para un relato lírico de esos que transforman al poeta en un ser para la vida en tanto se asume, en plenitud, un ser para la muerte. El niño lector, transfigurado en poeta, conoce la mortalidad, pero escribe también su especial peripecia de hombre que no abandona su condición de ser erótico: “Yo quiero que mi corazón llegue a los ríos”, “en medio de mi pecho tú traías tus labios que sabían a sueño/ a tempestad y a muerte” (Bello, La Rosa 13, 35). El poeta  intuye y aprende que la vida es dolor, pero también  goce, festín común entre dioses y humanos en la extraña capacidad de ser como los héroes que poseían flores de encantadora mocedad, en la posibilidad de vivir la armonía “hombre y mujer”, habitar el dominio de lo femenino y ser niño.

Bello propone  un cuerpo diferente para la poesía chilena más atenta a los horrores que a los placeres del cuerpo. El suyo está abierto a recibir y reivindicar placeres prohibidos: de jugar, robar, contradecirse, excederse. Lecturas heterodoxas y múltiples van marcando un camino como iniciación y destino. Nuestro autor continúa su trayecto en la biblioteca, que le abre puertas y le entrega múltiples voces. Javier Bello crea su corpus de buenos antepasados, recoge su herencia y va produciendo  su obra. El poeta sigue su reflexión sobre la muerte como acicate para estar en el mundo consumando y consumiéndose en cada minuto. Lumbre y ceniza, refugio, cántico y quimera; una tenue luz confirma las intuiciones que funden presente y eternidad en la escritura golosa de lo heterogéneo y lo mismo. Manos y dedos entrelazan gestos y palabras para mostrar finitud y permanencia. Bello se pliega a Dionisios, que no olvida su condición de exiliado, haciendo de la vida el tiempo de la escritura. La recuperación del homo puer y del homo ludens es así otro de los rasgos poéticos del autor. El niño destronado por la poesía chilena reaparece en su obra jugando con las palabras, las vivencias, pues siempre hay un verso adversativo que oponer a las grandes verdades: “Ya no se puede comunicar más que noche . . . Pero yo quiero que mi corazón llegue a los ríos y de ahí al mar”, “hay un libro al que debes ceder todas tus cosas” (Bello, Letrero 40), pues el poeta no quemó sus palabras para sentarse allí “a raspar las visiones, no abandonó a su madre para marcar las piedras y ésa su  voz, la lengua mortal que visitan los ciegos, ésta su casa…” (Bello, Letrero 82).

II

Sus compañeros de generación, por él denominada del 90, escriben poemas con un campo semántico y una poética marcados por el dolor y la derrota. Abundan  gusanos, lobos, águilas, aspas rotas; la muerte, flaca y calva, es desdentada, es araña y peste; hay jaque mate, fantasmas, años de mortaja, septiembre es sinónimo de bala en la nuca, se escucha el tam tam de helicópteros, se ven negros marinos y  naves, amigos son descargados como sacos de correo sin destino, ciertas mañanas huelen a historias de muertos. “Las cerezas son labios de mujer / las moscas se las comen” (Sade, cit. en Valdebenito 29). Versos como   “Daría por terminada la existencia de los claveles”, “el árbol verdadero / tiene ramas viejas con retoños muertos” (Bonnefont, cit. en Valdebenito 48) y “amadores desesperanzados / imitadores de muertes sucesivas” (Figueroa, cit. en Valdebenito 56) son ejemplos que, como otros – “más solo / que una lágrima / en el párpado / de un muerto” (Rubio, cit. en Valdebenito 77), “mientras caen los manteles / con que abrigamos los muros, / la idea es un cadáver / roto en el lecho” (Faúndez, cit. en Valdebenito 119) – dan cuenta de ominosas presencias. Es cierto que se habla de un lugar en que habrá resurrección y cantos: “morirá todo cuando la muerte nos mate, / morirá la muerte cuando resucitemos” (González, cit. en Valdebenito 286) y que hay  poemas  que abren una pequeña ventana y alguien quiere que su corazón llegue a los ríos, quiere hacer que la muerte no sea el único dominio.

III

Los premios no han sido mezquinos con Bello y la crítica ha valorado su obra. Se ha destacado que “el espacio al que Bello acude con más frecuencia es al de una ruralidad en nada ajena a la tradición poética nacional” (Rojo 16). “La poesía de Bello es un espacio – escribe Grínor Rojo – en el que se sentirían cómodos Neruda, Cárdenas y Teillier y hasta un cierto Gonzalo Rojas, hecho de bosque y lluvia” (Rojo 16). Este aspecto del buen hijo, marca otra  excentricidad de Bello que no sólo acude a los poetas chilenos en una filiación positiva, sino que agrega los saberes de Rimbaud, García Lorca, Lezama Lima, Luis Cernuda, Breton, José Martí, Sófocles y muchos más.

Elisa Castillo afirma, respecto de Las Jaulas, que

[Las Jaulas] expone los espacios en los que la vida del poeta ha quedado  atrapada para siempre. Es una catarsis a través de una voz íntima, un lenguaje imaginativo y  profundo que recompone el mundo desde el espacio restringido y doloroso de la jaula. (15).

Donoso, por su parte, señala que

La poética de Bello es eminentemente objetual, tanática, telúrica e icónica.   Comprende extensos segmentos lingüísticos que conforman una imagen sémica del objeto y cuya especifidad e implicaturas sistematizan un circuito referencial e introducen connotaciones intresubjetivas y culturales.

Sus compañeros hablan de su generosidad, pues sus trabajos como gestor y productor demuestran estar guiados a promocionar la poesía de sus pares:

Hoy son numerosas las antologías, los estudios breves, los encuentros y lecturas de esta promoción. No obstante, fue él quien, en 1996, se atrevió, por primera vez, a proponer una suerte de “generación poético-literaria” a propósito de un grupo aún incipiente. . . (Torres 1)

Es el raro aspecto de buen compañero que posee Bello, quien, además, nunca se ha sentido en la periferia de nada, pues cree que toda escritura poética tiene que entenderse a sí misma como centro de sí misma” (Torres 6-7).

Este reconocimiento de y por otros, el erotismo luminoso o mórbido y la tradición usada con libertad son rasgos que explican esa suerte de excentricidad de tono de quien desconoce la censura y que, con fe en la escritura y deseos de hacer y generar cosas, sin vivir sometido al “ninguneo” y una evidente percepción de la unidad de lo heterogéneo, trae una ráfaga de aire fresco, ternura y elegancia a la poesía chilena.

IV

Bello siente el peso de la muerte en él, así afirma

mi visión es política, pero no referida a hechos concretos de la política. Crecí en la dictadura y el peso de la muerte forma parte del trasfondo de mí, es algo que no puedo quitarme de encima, y mis imágenes siempre tienen que ver con eso, porque la poesía trabaja con la ética del momento que uno está viviendo. (Castillo 1).

También escribe:

Yo he visto el agua negra, he visto el frío pacto de la tortura y

la muerte,

yo asistí a su centro de  afiebrados como si fueran bestias que me

otean y callan me dicen voces  minutas, amargas

guirnaldas que debemos manchar con el  odio. (La Rosa 50).

El deber ético que obliga a nombrar y ser testigo y el de contribuir a crear el pueblo que falta, si la palabra pueblo no estuviera tan cargada de malas interpretaciones, es parte de su proyecto; otro aspecto es el paisaje, entendido como imagen que devela cosas de nuestra sociedad. Estas nociones y la idea del Sur como espacio mítico son metamorfoseadas en poemas que adoptan una voz colectiva que parece hablar de experiencias  compartidas, dando una sensación de vista panorámica. Pero la vida reclama y reina también la “divina carne” en los estremecimientos del deseo de una mística pagana de la que brota la lumbre.

Pedro Salinas escribe que el

reino poético de Lorca, luminoso y  enigmático a la vez, está sometido al imperio de un poder único, inexorable. . .  A lo largo de su producción, el  poeta ha ido desahogándose de ese sofoco de muertes, convirtiéndolas  en criaturas poéticas. (370).

El estudio de la tanatografía de Bello, que también se inscribe en una cultura de la muerte, nos permite apropiarnos de las palabras del crítico peninsular. El poeta chileno, en diálogo con Lorca, pero con “singularidad y acento personal evidentes” (Salinas 374), encuentra su  tono en los cantares de las empleadas de su casa, en las calles de su tierra,  en lo que su  individualidad tiene de pueblo, de herencia secular. Asimismo, encuentra en otro  poeta, Juan Carlos  Mestre, ayuda para entrar en un tema que, inicialmente, no parece brotar de escenas biográficas, pero sí de una geografía en la que la muerte tiene un dominio terrible. En este sentido es que las lecturas y los relatos de su entorno desempeñan la función de lo que Deleuze llamaría “abridores o cerradores de puertas” (2). El espacio público particularmente hostil en los 80’ y el colegio alemán donde estudia necesitaban ser resucitados por algún ángel que franquee el acceso que permite ir aproximándose a esa presencia inexorable de la que habla Borges.

V

La figura de Mestre, y su tribu de poetas, facilitan el proceso de Bello. Lo que sigue está citado y es la obra de la que Norambuena escribe:

en la calle del ardor hay un letrero de Albergue, una superficie textual pendiendo de un hilo que guarda relatos escritos en las paredes. Leo la superficie alucinada que deviene albergue como territorio desaparecido. La lectura proviene de la pérdida y enfoca el trauma que compone la superficie textual del libro en tanto cuenta con un  centro virulento, un territorio barroco cuyos envíos desenfocan la mirada artificiosa del estado de naturaleza. (1).

Hay una erótica del duelo escrito a través de la carne con retórica alucinada, y el tránsito hacia el albergue se plantea como un trabajo de padecimiento, prosigue  el crítico, y  la lengua instala el problema de tejer una maternidad y la carne un modo de escribirse eróticamente a través de la voz del hijo.

En Bello, la muerte no es el pasaje a la visión de la belleza perfecta (Sócrates) o de Dios (Juan de Yepes); no es la virgen semejante a Diana (Darío), la patria más profunda (Cernuda), la inmutable esfinge (Nervo), la calva (Lihn), la vieja lacha (Parra), la lasciva concupiscente o el objeto o ser a postergar (Schopf). No se pretende aquí una accesis, una dicción del cuerpo que ilumine el éxtasis como pérdida a partir de la muerte, sino la creación de un territorio para vivir con ella en los dedos y en la mente.

La muerte es parte de su escritura, pero él quiere vivir, pues siempre hay un fragmento de desee, hay amigos, palabras con las cuales los instantes pueden ser multiplicación, refugio y vida hospitalaria. Pequeñas ventanas de luz son abiertas por la mano de quien posee palabras y que con sus dedos teje el manto protector de la salud que falta. Entonces la vida del poeta y su obra son fuerzas de una misma y sola máquina de guerra que exorciza el horror y deja espacio al amor. Todo es, entonces, la alegría de crear, gozar a los amigos, las amigas, cocinar, conversar largo y tendido. No privilegiar el ser para la muerte, sino la vida obra de arte, como ser para el otro.  La vida/la poesía no debe huir de la muerte, sino hacer que la fuga actúe y cree la realidad del aforismo de Lorca, según el cual sólo el misterio nos hace vivir.

La escritura de poemas elaborados alrededor y/o sobre la muerte es una constante evidente y “se oyen “las baladas muertas de los concertantes que huyen / una sola moneda es la muerte” (La Rosa,  22). En los poemas de Bello hay muchachos lapidados de luna; en La Rosa del Mundo, la noche está vacía como el orfeón de los muertos, el corazón al llegar la muerte es helado nido; en Las Jaulas, la muerte, la vitrina y su silla son la misma cosa, la casa se parece a la muerte y las palabras no tendrían que existir si basta con pensar: “pero he aquí que éstas viven y que éste vive y que éstas ya no huyen de la vida a la muerte” (La Rosa 15-16). Esta obra formula el encuentro y flujo entre reinos heterogéneos que la filosofía del devenir llama bodas contra natura o perforación de la máquina binaria. Entonces, llegan preguntas por las manos degolladas, por  esas personas, alimento de quién, por “cómo será la mano que en laboratorio reparte del peso de la muerte” (Letrero 14) y “el viento mueve las hojas de la muerte/ y yo escribo, escribo en servicio siniestro” (Letrero 26).

El poeta sabe que sus preguntas no tienen respuesta, mas su intento y su desvelo son siempre encontrar una brizna y estar disponible para el misterio. Por eso “Las formas que elige el fuego son las que eligen tus ojos/cuando miran el frío…”(La Rosa  41) y no se quiere hablar de los reinos donde está encendida la lengua de la madre, se quiere hablar como habla el manzano, “preciar un labio más que oír un relámpago y en la algarabía de la música saber la estrofa de los vientres como algo conocido” ( La Rosa 17).

El poeta que afirma no haber nacido con la belleza, pero tiene unos ojos capaces de ver y sentir la muerte de un buey “quiere que su corazón llegue a los ríos y con los ríos llegue al mar” (La Rosa 14) y que sus manos degolladas tejan palabras. Palabras y gestos para reducir  la asfixia en una conjunción poderosa, pues, aunque los signos estén muertos y no podamos “marchar por ese camino donde las madres resbalan fagocitadas por la verdad en penumbras, peligrosa demanda” (Las Jaulas23) es necesario resistir y permanecer.

En Las Jaulas,   sabemos, se afirma que la risa viene de la cabeza del hombre sometido a la muerte (25); que los viejos se ríen de los cadáveres, porque no se acuerdan de sus madres (31) y que los cadáveres están solos y helados. También se habla  de Lázaro (76), del abuelo que muere (60), de la tierra negra por todas partes y que alimenta con muerte  una sola flor, de la muerte en los viajes (64) y en todos los caminos. No obstante, hay un niño expectante, pe1ueñas apostillas, muchas manos y una pregunta inicial que agujerea la seguridad del reino de la muerte: ¿Por qué manos y dedos que escriben y hacen, caballos que reclaman, cenizas que arden y palabras luminosas aparecen en los libros del autor de Letrero de Albergue evidenciando, con su simbolismo, una dualidad presente más allá de una superficie que tanto nombra  la muerte? Insubordinándose, al propio concepto y significado, la jaula pasa a albergue y la rosa del mundo, utopía contra la muerte, es encontrada e incluso afirmada: “Gracias por la rosa del mundo. /. . . hallarla es bastante” diría Luis Cernuda en aquel verso que apoya el título de la obra de Bello.

Hay, pues, un albergue, no exento de cenizas, construido por el poeta con los retazos del niño curioso, del mozo exultante, del dadivoso e insomne que crea una línea de fuga hacia la hospitalidad y el misterio señalados en versos que, aun adversativos, mantienen la esperanza: “Dos, tres veces me pediré la mano / a mí y a mis hermanos para engendrar el fuego, / para engendrar el pájaro que se esconde y no muere,. . .” (Las Jaulas 80).

En mi lectura, el significante mano, en contigüidad a los de poeta, niño, cuerpo y caballo, indica la complejidad de una obra que hace estallar los sentidos únicos. La mención de manos desoladas, degolladas, vencidas en versos como “no creo, yo no creo sino hasta que mis manos hayan bebido cada / muslo que quema” ( Las Jaulas 18) o como los que siguen:

que ellos me den un olor, como de sangre para espantar el frío y sus cuernos negros, que ellos, ellos me ofrezcan en los huesos de sus manos un filo / parecido  a las fosas / para urdir las partituras del alba y no sentir el miedo que rebalsa los oídos del mundo… (Las Jaulas 15)

La inclusión del vocablo mano está del lado de la imposibilidad, la desolación y lo finito; pero también del de la pasión engendradora y el deseo de constituir y celebrar, porque  hay una  estrella roja que se deshace contra el ciclón de los puertos, los tropeles del viento obedecen al poeta y las legumbres de las profundidades dan de comer a sus ahogados para que no se muerdan los dedos (1998,30) y aún hay una “antigua primavera en los dedos”, una “melancólica araña en el fondo en papel de plata junto al  tigre” (Las Jaulas 52). Así, la muerte es, pero se sabe atenuar su erupción. El poeta quiere palabras como enormes caballos que beban de sus manos. El poeta quiere palabras y, aunque no sea traducible el hueso, lo que viene después del hueso, ni sea  tiempo para cometer una temeridad y ponerle música al tocadiscos de los árboles, hay que buscar. Si no ¿“Qué van a darle de comer a mis manos”? ( Letrero 52).

Palabras para lo inexpresable, porque, aunque no se sea tan alto para pronunciarlas, ni tan sabio para decirlas despacio, ni valiente para ofrecer a la noche, el poeta las dejará beber junto a los animales austeros que viven en sus manos y vigilan su frente (Las Jaulas 39). El niño no sabe el fuego que dice, le falta que sueñe lo enterrado, escuchar voces heridas y alejarse para “escribir mi cuerpo, aquello que ninguno de nosotros conocemos, acercar la inminencia y dejar  entre los dedos que caen sobre un vidrio, al alba, las pruebas del relámpago y la lluvia, su verdad ardiente…” (Letrero 61).

Bello elabora un canto de desaliento y despedida y un contracanto que sin certezas se levanta e incluso anuncia su existencia: “aquí estoy otra vez, oigo el canto, los lenguajes erguidos, el mismo cactus negro” ( Las Jaulas 38).

Manos, dedos, escritura, palabras, en el enigmático diálogo expresado en Jaula sin mí: “dos, tres veces me pediré silencio, / tres, dos veces me pediré la mano. . . para manchar la sal y engendrar caballos (Las Jaulas 80). Para vencer el miedo y  (no) ser la “bestia muda que comulga silencio en sus alas” (1998,83). Canto y manos contra el silencio ominoso, contra esas personas que “roen los dedos de la noche y le hablan, le hablan, / luz donde acuñar monedas” (Letrero 21). Metonimia del cuerpo, conectado a cabeza; deseo y deber. Estimo que la presencia, casi ostentosa, de la palabra mano expresa la potencialidad que Bello da a la escritura para ser el río que junto a otros llegue a la mar sin miedo. Los papeles tocados y dibujados por esa mano dan al poeta “tanta yerba” que ya no teme a la muerte porque sabe que algo lo sostiene y ampara.

Todas estas combinaciones me hacen pensar en la idea de refugio, en objeto manual o guía de los caminantes hacia aquel único lugar. Recuerdo que “letrero” viene del latín litterarius e indica, de acuerdo con la RAE, “palabra o conjunto de palabras escritas para noticiar o publicar una cosa”. Se considera, además, sinónimo de “letrado”. A su vez, “albergue” es un edificio o lugar en que una persona halla hospedaje o resguardo, también significa cueva o paraje en que se recogen los animales, especialmente, las fieras. En Malta, entre los caballeros de la orden de San Juan, albergue es alojamiento o cuartel donde los de cada lengua o nación vivían separadamente. Pero sobre todo, para mí, albergue es casa destinada para la crianza y refugio de niños huérfanos o desamparados.

VI

Además de la isotopía regida por la lexía “mano” y la presencia de ciertas palabras fetiches, en la poesía de Bello existe otra constante: la presencia de  los amigos.

Múltiples paratextos (epígrafes, títulos, citas, nombres), numerosas dedicatorias de libros y poemas y la previsión de un lector ideal-amigo que haga suyo el misterio, permiten afirmar que la obra de Bello también está regida por la seducción, la hospitalidad y  una especial forma de complot contra el día en el que se verá todo con claridad. Es el deseo de lo inasible, el sentimiento de que si el hombre es un ser que no es, sino que está siendo, un ser que nunca acaba de serse, un ser de deseos de ser, que tiene ese continuo proyectarse hacia lo(s) otro(s), porque no reunirse, no tratar con lo disperso y componer un (im)posible, significa el fracaso. Dicen que  hay cuerpos tenebrosos que se reúnen en aquelarre. Un AKe-Larre en el prado del macho cabrío en el que se propone un espacio propicio para la extralimitación, la experimentación gozosa, fantaseados por una mente infantil, desorbitada en relación a las normas y deseosa de topar con la tierra que hiciera sus deseos realidad (Senosiaín 82). Este lugar aparece en la poesía de Javier Bello, quien es para  mí el eterno joven/niño de la poesía chilena, el creador  de  un espacio de fácil fluir y de la hospitalidad sin barreras para quien quiera bailar tocado por el fuego, la ligereza, la diversidad. Este es el reino de Hermes y Afrodita, de Démeter y Dionisio.Las referencias (de Sófocles a Verónica Jiménez); las dedicatorias de casi todos sus poemas y sus libros, trazan un espacio que escenifica un aquelarre y evidencia comunicación y acoplamiento de quienes son convocados al discurso entre la vida y la muerte.

María Zambrano, recuerdo, dice que el poeta antes que nada y antes que todo es hijo de un padre que no siempre se manifiesta. Antes que amante es hijo, o más verdaderamente es el hijo amante, el amante que une en el amor filial con el enamoramiento ¿Qué otra cosa es la amistad, ese bien que rebasa toda la obra de Bello?

En la calle del ardor hay un albergue que acoge a quien crea que la vida no es sinónimo de repulsión de la muerte, que estar es renacer; que es hermoso callar; pero igualmente es hermoso dialogar o recordar con poemas lo ausente.

VII

Se puede escribir, hablar como el manzano, ser la mano del ángel, cuando se es dueño de sí frente a la muerte, cuando se establecen con ella relaciones de soberanía. Si ella es algo incontenible, corta la palabra, no se puede escribir; entonces, se grita, “un grito torpe, confuso que nadie entiende o escucha; paraliza y es pura negatividad.” (Blanchot 82-83). Escribir, al contrario, dice Bello, es permanecer,  guardar la herencia y los derechos, preservar la glorias con su sol, ocultar y descubrir los tesoros, registrar las confesiones, soterrar las admisiones, volver del otro lado de la noche (Foucault 93). Escribir puede ser entonces la huella más fecunda del Aleph, que es la muerte. Aquelarre de amistad, convocatoria de voces, desterritorializaciones. Bello consigue el instante poético por excelencia. Ese momento,  en que la poesía consume la reunión de los contrarios y crea un  instante eterno.

La poesía de Javier Bello está constituida, en gran medida, por líneas de fuga, siempre quiere más conexiones, no enseña, ni oscurece, simplemente es hospitalaria y disponible, hace un aporte invaluable a la tribu que ve más allá del espejo y que escucha.

 

Notas

1 María Nieves Alonso es Profesora de Castellano (1974) por la Universidad de Chile y Doctora en Filología Romance por la Universidad Complutense de Madrid (1990). Trabaja actualmente como académica del Departamento de Español de la Universidad de Concepción. Ha participado en numerosos congresos, homenajes y coloquios. Fue Directora de Extensión y Pinacoteca de la Universidad de Concepción hasta el año 2014. Ha escrito tres libros sobre poetas españoles: Jaime Gil de Biedma y Antonio Gamoneda; en curso de publicación se encuentra otro sobre Antonio Pereira. Ha sido antologadora de la obra de Nicanor Parra y de dos libros de poesía Chilena.

 

Referencias

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