La historia de la televisión

Autor: Álvaro Bisama ((Alvaro Bisama (1975) ha publicado las novelas Caja Negra y Música Marciana; y los libros de ensayo y crónica Zona cero, Postales urbanas y Cien libros chilenos. El año 2007 fue incluido por el HAY Festival en Bogotá 39, nómina y evento que selecciona a los narradores jóvenes más relevantes de Latinoamérica. Un boceto de «La historia de la televisión» fue publicado originalmente el año 2001 en la revista La calabaza del diablo.))

(Universidad Diego Portales, Santiago, Chile)

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Un televisor Antú. Blanco y negro. Recuerdos de los setenta, destellos, flashes de comerciales, el singular movimiento del tiempo en imágenes de las que sólo se conserva la estática, el sonido mono, el eco de las voces en los techos altos de las habitaciones húmedas de las casas, las caras de los parientes que hablan en idiomas inentendibles, lenguas muertas incomprensibles, peinados raros, la velocidad singular de programas inentendibles, rostros difuminados por la estática, por las cartas de ajuste hipnotizadoras que duran la madrugada completa y llenan en el aire con mensajes incoherentes, sin destinatario alguno: gritos de algún pedazo del infierno navegando en la zona fantasma de la longitud de onda.


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Un IRT a color, de 1983. Nada demasiado importante. Explosiones en alguna parte del mundo. La Quinta Vergara. Protestas. Algún líder árabe. Reagan. Jaime Guzmán. Pilas de cadáveres de alguna secta. Avistamientos ovnis. La abducción del Temucano. El paisaje de Villa Alemana, árido y verde a la vez. Calor. Bicicletas. La propaganda de un helado (¿Bresler?, ¿Savory?) basado en “E.T”. Pinochet repetido hasta el cansancio. Hasbún.


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Otro IRT, esta vez más grande. Robotech. Destellos. Alguien me rompe una ceja en una pelea con una piedra. Verano de calor en la provincia. Piscinas públicas. Nada que hacer. Los degollados: rictus de pavor en la casa de mis padres. (Fast foward: en un almuerzo, un amigo de mi padre me cuenta que fue amigo de Manuel Guerrero, uno de las víctimas del Caso Degollados. Se ubicaban de los setenta. Comunistas. Recuerda un encuentro entre ellos, antes de que Guerrero sea secuestrado y asesinado. Abrazos fuertes, conversaciones en un patio, al lado de la chatarra de un auto oxidado. Una charla llena de silencios, sobreentendidos, miradas. Algo parecido a una despedida que no es una despedida pero que actúa como un diálogo interrumpido a la fuerza, como un nos veremos jamás resuelto, fantasmas que se apresuran a saludar a los vivos incluso antes de serlo. El amigo de mi padre me cuenta todo eso comiendo pescado frito, mirando el mar, casi veinte años después. Son las dos o tres de la tarde en el momento en el que el futuro irrumpe en el pasado). Nada que hacer. Un pinchazo en la rueda de la bicicleta, un avión a la distancia, robots asesinos que se transforman en máquinas de utilidades complejas, una pareja de leones copulando, la selva africana, venados manchados en sangre, persecuciones eternas que no llegan a ninguna parte, que sólo terminan en muerte o en un corte a comerciales, que sólo devienen en el vacío, en las tomas desoladas de un páramo lleno de escombros, los parlantes en mute, el rojo del foco del radiopatrulla iluminando los recodos de la tele que se derrite a tres metros del espectador como plastilina de color.


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Un tercer IRT. Dura poco, lo suficiente para ver un mundial que no me interesa y del que sólo me preocupo por la final, aunque tampoco demasiado. No recuerdo quiénes jugaron ni quién ganó, ni en que país fue. Sólo que fue a color.


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El televisor mínimo, minúsculo de un bar donde transmiten una teleserie mexicana. No se escucha nada: sólo llantos, muecas sin sentido, personajes que corren de un lugar a otro mientras la espuma de la cerveza se diluye y la tarde termina, muere.


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Un Panasonic de 25 pulgadas: un video clip de La Floripondio transmitido por Mtv a las tantas de la madrugada. Es una epifanía feliz y borracha: la banda de la esquina de la casa transmitida desde Miami por interconexión global. Dura unos tres minutos. Sale Elías Figueroa en algún momento, mientras unos tipos en calzoncillos se pasean en la calle.


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Un Goldstar mediano. Lo obvio, lo espectacular y lo traumático. Todo ese asunto de las Torres Gemelas. Lo de Pinochet en Londres. Un par de teleseries mediocres.


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Un LG. Dan “Buffy la caza vampiros” en él y “Magnolia” y Aimee Mann canta “One” sin histeria, de manera dulce o desolada. No sucede demasiado, apenas el encuentro de melodías perdidas en el limbo catódico con ciertas epifanías inenarrables a la hora del amanecer.


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Otro que data de 1985 ó 1986 y que me dio mi hermana menor cuando me cambié de casa. Sólo soporta el cable coaxial del VHS. Las antenas están rotas y pegadas a la fuerza. Es imposible saber su marca. Posiblemente sea IRT, cuando éramos chicos mis padres compraban equipos IRT porque, según ellos eran fáciles de reparar y los repuestos se encontraban a mano. Obviamente, no recuerdo haber comprado un repuesto o nada parecido: en la infinita promiscuidad de televisores que habían en la casa de mis padres, teles que morían y eran reemplazadas de inmediato, como si fueran las mascotas que nunca tuvimos. Otros tenían gatos o hamsters (animalitos que se almacenan y circulan en gran cantidad sin el comportamiento histérico y absorbente de los perros) mientras que nosotros teníamos televisores: una sucesión larguísima de aparatos que durante veinte años no cesó, porque en parte eran el regalo preferido para unos padres que no sabían qué carajos regalarles a tres hijos sumamente difíciles de regalar. Es un televisor horrible. La pantalla está cubierta de una película de grasa y polvo y adentro, entre medio de los circuitos probablemente hay vida inteligente que además ha desarrollado gobiernos políticos democráticamente elegidos. Pero se ven todos los canales. Mal pero se ven. Mi hermana me la cedió cuando me fui de casa. Llévate la tele, dijo. Y me la llevé. Casi nunca la veo aunque descubrí que tenía perillas para ajustar la imagen, los colores, el brillo y sintonizar mejor los canales. A veces funciona con golpes porque el viejo mito es cierto, ése de que si golpeas un televisor probablemente se arregle. Éste está viejo, cansado y casi muerto y sirve para ver noticias. Ha sobrevivido a dos o tres revoluciones tecnológicas. Y funciona con perillas. Es un dinosaurio pero aperra con el video. Y veo “Alí” ahí. Alí sale a entrenar de noche, corre por territorios arrasados, todo está en silencio o suena algo de soul, algo Motown. Alí sube al tejado de un edificio. Boxea con su sombra. Se mueve como un demonio o un ángel. Detrás de él la ciudad estalla y explota en llamas, los disturbios –de algún momento de los 60– son pequeñas luces infrarrojas que se ven camino al horizonte, nubes de humo como pilares que afirman el cielo que por un rato, está a punto de caer.


Citar como: Bisama, Álvaro. “La historia de la televisión.” Revista Laboratorio 0 (2009): n. pag. Web. <http://www.revistalaboratorio.cl/2009/04/la-historia-de-la-television/>