Me he abocado a los poemas como objetos, a las palabras como cosas

Entrevista al poeta mexicano Ricardo Pohlenz

Por Martín Gubbins

Junio, julio y agosto, 2018. Santiago y México DF.

 

 

El 11 de junio de 2018, 11:00, Martín Gubbins escribió:

Hola Ricardo, es un gusto poder conversar contigo sobre tu trabajo.

Quisiera hacerte algunas preguntas muy generales en principio, para que sirvan de presentación al público chileno sobre todo, pero en general fuera de México, donde por supuesto tu obra es conocida.

Dime ¿Cómo describirías tu poética, y qué ejemplos podrías dar de poemas o piezas que mejor la representen a tu juicio?

 

El 12 de junio de 2018, 15:10, Ricardo Pohlenz escribió:

El lema o declaración que mejor describe mi poética es «El soneto es un objeto.» Parto de la materialidad que tienen las palabras, sea impresas sobre el papel o como ruido, cerradas en sí mismas y aún, abiertas a una multiplicidad de significados.

He tomado como mantra o como manda, en el sentido en que me lo repito una y otra vez para no caer en la tentación de la cosa en lugar de la cosa, una conclusión -que más bien parece una postura- presentada por Delueze y Guattari en 1000 mesetas: no hay metáfora.

La cosa como es, se dice como es y toda derivación -por necesaria que sea- es otra cosa. La mantequilla, la harina y los huevos hacen al pastel pero no son el pastel.

La poesía concreta no existió realmente en México, está el poema plástico de Mathias Goeritz, una pieza compuesta de caracteres de hierro fundido que fue montada sobre la torre amarilla del patio del Museo del Eco en 1953 (y que recién fue descifrado por un grupo de especialistas de la UNAM) y los caligramas (o “topoemas”) que hizo Octavio Paz un poco porque era lo que se estaba haciendo en el resto del mundo (en Brasil al menos).

La última línea -o verso- del poema plástico -que denuncia las políticas culturales oficiales y a sus ejecutores- esconde la afirmación: “Cago con colores como oro”, que nos remite a piezas posteriores de Goeritz que incluyen, por ejemplo, el primer número de la revista Futura del alemán Hansjörg Mayer.

Frente a ese pliego extendido convertido en mapa y fetiche (y que hoy circula como un pdf), este mensaje dorado literal –suma de signos alineados en tramas y columnas- es una aparición que se convierte en un nuevo descubrimiento con cada invocación –búsqueda- que hago de él en Google.

Me sucede lo mismo con la galaxia concreta brasileña. Es un punto de partida, un punto de encuentro, un punto al que se regresa y se descubre. de manera originaria, el último sentido del gesto, es decir, del signo. Es esto y no lo otro. Una poesía en la que, en palabras de Jasia Reichard “el lenguaje se usa como un material más que como un medio de expresión personal emotiva”.

Está también la épica entendida como una lectura del mundo, un vaciado, un objeto que contiene al mundo: Eliot, Pound y Williams. Y por supuesto, antes de todo lo demás –antes incluso de Duchamp, Picabia y Apollinaire- el Altazor de Vicente Huidobro.

 

El 16 de junio de 2018, 15:36, Martín Gubbins escribió:

Dime, en ese contexto, ¿por qué haces libros? Tus libros son todos objetos cuidados. Tienen sentido en cuanto obras. Son bellos y únicos. ¿Cómo ves la relación entre los libros y su contenido? ¿Por qué te parece importante seguir haciéndolos para publicar poesía? ¿Es por esa conexión que te interesa del lenguaje como cosa que tus libros parecen ser siempre objetos únicos?

 

El 17 de junio de 2018, 9:25, Ricardo Pohlenz escribió:

Hacer libros es algo que me sobrepasa. Me gustaría pensar que soy el responsable último de su existencia (la de los libros) y, aún, como autor, me veo como parte de algo más grande.

Depende también si vemos en los libros un objeto, una metáfora, un vehículo, un modo de ser en el mundo. Eso sí, los libros no existen como tales fuera del mundo, muy a nuestro pesar, y esa ha acabado por ser uno de mis temas.

Al llamarlos vehículos caigo en la tentación de pensar en ellos como medios de transporte, los libros como automóviles, y caigo -y hago caer a quien quiera hacerlo- en esa facilidad por sustituir, por decir una cosa por la siguiente, por llegar a la cosa que escondemos al decirla, ordenadas y numeradas (las cosas y como las decimos) en las repisas en los almacenes de nuestra asociación libre.

En ese sentido, estoy más cerca (o lo pretendo al menos) del método de Raymond Roussel que de las fórmulas bretonianas (que acaban por sernos anodinas).

Mis libros de poesía (al menos, algunos de los más recientes) surgen de un proceso que utilizaba las restricciones formales -al menos en la extensión del contenido- de las redes sociales del internet. Lo usaba desde la paradoja que implicaba poder publicar un borrador -un gesto mínimo amado de palabras o letras- de una manera casi instantánea. La premisa variaba, podía ser un ejercicio formal de series y patrones que rompía con las convenciones del uso o un paisaje mínimo (en remedo veloz de estéticas orientales dadas más a la concreción a partir de la observación). El medio me servía para objetualizar al poema (a la idea misma del poema) y convertirlo en un mensaje que no cumple (o cumple a medias) con las especificaciones o convenciones del medio.

No sé qué tan asequibles son estas primeras versiones, las páginas de redes sociales acaban por cansarse, como los perros, y no quieren seguir después de cierto momento, por mucho que pulses el teclado o la pantalla.

El resultado final, el libro que se tiene en las manos, es consecuencia de una serie de accidentes fortuitos.

Después de catalogar y ordenar estos poemas y en vista de las posibilidades de convertirlos en libros, conocí a León Muñoz Santini en PaperWorks (aunque puede haber sido en Rrrélica) hace unos años. Vi los libros que estaba haciendo, que sigue haciendo, de manera expedita e incansable con una risograph, y supe que quería que mis libros fueran así, un producto editorial marginal que, por sus características, fuera el objeto y la idea del objeto.

Ahí empezó una relación de amistad y trabajo que ha dado como resultado dos libros -publicados por su sello Gato Negro- y otro más, que trabajo Vanessa Ortega Nazir en mi taller de Poesía Visual a partir de la idea del “Paseo” en Robert Walser como posibilidad narrativa. Vanessa hizo transcripciones literales de sus paseos, con un bolígrafo sobre una hoja de papel, mientras caminaba, los dibujos que resultaban -según fuera el número de pasos- eran al mismo tiempo la crónica (el documento) de los paseos como también su último gesto o abstracción.

Ha sido la transcripción y lectura que hace León de mis poemas, de sus soluciones formales, de sus posibilidades como objeto, que lo convierten -en sentido estricto- en una interpretación de la que yo aporté la obra negra. El objeto final no deja de ser un extrañamiento al que me asomo, fascinado por sus posibilidades, por el hecho de haberse convertido en otra cosa de la que era, como un eco que se impone -semejante en sus particularidades a una piedra que escoges en el camino- y que revela desde su materialidad -como tinta y como ruido- no una última naturaleza sino una disposición para el viaje, para llevarse, para abrirse, convertirse en oráculo o adorno o bulto en cualquier parte.

 

El 25 de junio de 2018 a las 14:25, Martín Gubbins escribió:

Es muy interesante esa colaboración entre autor y editor que mencionas. Muy necesaria me parece, en general. Hay a veces como una grieta entre ambos, y eso se nota en muchas ediciones. Escribía eso y me salió primero la palabra “sediciones” en vez de “ediciones”. Algo de eso hay a veces en el mundo editorial, por dejadez de los autores por cierto, de no considerar el libro como parte del poema: una especie de traición, pienso.

Déjame llevarte a otro tema: ¿Cómo ves tu trabajo inserto del medio mexicano actual? ¿Tes ves más bien solo en esas líneas de creación y producción, o hay algo más generalizado, complicidades al menos, que puedas mencionarnos?

 

El 9 de julio a las 12:08, Ricardo Pohlenz escribió:

Creo que México está viviendo una hiperdemocratización del texto y la imagen. En esos términos todo está a los ojos de los demás y, al mismo tiempo, nada lo está.

Hace 20 años era impensable hacer poesía concreta o poemas visuales; era algo que había sucedido en los sesenta, un baluarte que se arrumbaba con el resto de las vanguardias en el closet de lo histórico.

Han pasado más de veinte años de la muerte de Octavio Paz, quien fue un protagonista paradójico de la poesía nacional (a la vez aliciente y freno de nuevos contenidos y expresiones). Él mismo tuvo sus pininos con este tipo de ejercicios, siguiendo una pauta dictada desde Francia -traída originalmente por Tablada- para convertirse en una curiosidad, apilada junto al resto de su poesía en mamotretos.

Carlos Pineda, como editor de Ediciones del Lirio publicó una antología de la poesía visual a la que llamó La palabra transfigurada. Si el título coincide con sus criterios -la califica con un adjetivo con resonancias religiosas- está muy lejos de los míos, que parten de la palabra como materia, como objeto literal y paradójico, utilizado de manera arbitraria y convencional para decir.

Una actualidad de la poesía concreta o la poesía visual es crítica, es revisionista, tiende puentes con otros dispositivos clasificados en museos (sea Fluxus, sea situacionismo, sea oulipo) para insistir desde un agotamiento que cubre todas las disciplinas y que sobrevive como sobreviven los tendederos, sujetos a algo que está sujeto a algo más). Puede pecar de redundante (como lo hace la lírica convencional, si es que puede llamársele así o generalizar de tal modo).

Escribir se ha convertido en un acto compulsivo. Tiene la misma cualidad diferida del sonido –entre que se dice y se oye- pero está ahí un momento después convertido en palimpsestos que se extienden como acordeones sobre el prado.

El coto es muy pequeño, como poetas tenemos como consumidores a otros poetas. No hay quien lea poesía que no quiera escribir poesía. Lo que nos falta ahora es pudor.

Existen complicidades, sobre todo en lo multidisciplinario, puentes tendidos con músicos y artistas cuyos resultados pueden ser sorprendentes, pero también sólo amplifican las carencias del recital hecho a pleno pulmón rodeado de un público enervado por el alcohol.

“Puedo escribir los versos más tristes” invoca la tara de una épica aplastada por el empoderamiento de un lirismo que es sordo a todo lo que no está diciendo, a su tristeza… en general.

 

El 18 de julio de 2018 a las 9:29, Martín Gubbins escribió:

¿Qué piensas que la poesía no está diciendo actualmente? ¿Cuál es su urgencia hoy?

 

El 24 julio a las 14:12, Ricardo Pohlenz escribió:

Hay algo de trampa en una pregunta así. ¿Qué dice la poesía? Y te vas a Eliot, Pound y Williams y te preguntas qué era lo que estaba diciendo. ¿Apelaban a lo inefable? ¿A lo funcional?

La poesía estadounidense tiene la paradoja del tránsito. Se funda como se fundan los trenes y las líneas de comercio, mientras sucede y mientras se mueve. Es un empaque y a la vez es algo más que el empaque mismo (que no sobrevive sino como empaque). Es un lugar -o más bien, un envoltorio: un papel para envolver- en el que convive el arte nuevo de hacer libros de Ulises Carrión y las Iluminaciones de Rimbaud.

Me he abocado a los poemas como objetos, a las palabras como cosas, no sólo en la evidencia que son eso, tal cual: no puedo separar al poema del papel en el que viene impreso (ni de cualquier otro soporte).

Se nos hizo creer que la poesía concreta fue una moda -un modo de hacer las cosas- que había quedado –había sido agotada- en el pasado mientras que la lírica se perpetuaba cual corte de milagros en procesión.

Cuando mentamos la urgencia en la poesía pienso -más bien- en la poesía social, en ese canto inmediato y desbordado que se convierte -rápidamente- en baluarte cultural (siempre tizando de color local).

La urgencia -quiero pensar- es crítica. No olvidarse que el poema es un objeto (como puede serlo un peine, una torre, una meseta o un trombón) y que puede aventarse como se avienta una piedra.

Si una vedette como Ai Wei Wei se apropia de una urna de la dinastía Han para pintarle encima y luego romperla, haciendo de ese acto un nuevo objeto a partir del acto mismo, de los restos de la urna y las urnas en la instalación que la replican y la repiten como coro que le canta a Walter Benjamin. El gesto del chino, documentado para la posteridad, abre una ventana incomoda y paradójica para reflexionar sobre la relación que tenemos con los objetos, el culto que les rendimos a las cosas, la relevancia del instante en la cultura de la pasarela y la futilidad que tiene todo al final.

Si nuestra relación con el mundo -con todo lo que representa- es mediática, es nuestro deber rendirnos a ello (como lo hace Kafka al rendirse al alemán, al escribir sus obras en esa lengua) para vencerlo desde adentro.

Nosotros usamos el español, lo llenamos de tantas cosas -neologismos, barbarismos y demás- para convertirlo en un español que no es real en el sentido que le da ir antes de la academia. El español no es del rey. Esa ha sido nuestra modernidad, la tropicalización, y esto ha sucedido a pesar de nosotros mismos.

La urgencia tiene que ver con las formas de representación, con la velocidad de impacto, con todo eso que implica el gesto de Ai Wei Wei, como una forma de necedad, como una nueva épica del margen.