Los perplejos (fragmento)

Autora: Cynthia Rimsky ((Cynthia Rimsky nació en Santiago en 1962. En 1995 obtuvo el primer premio en los Juegos Literarios Gabriela Mistral por el relato inédito El aliento de Fátima. En 2001, tras un viaje por los países de donde emigraron sus abuelos, publica la novela Poste restante, que en 2002 obtiene el segundo lugar en el Premio Municipal de Santiago. Ese año recibe la beca Fundación Andes y viaja al norte de Chile para escribir La novela de otro, publicada en 2004. Desde entonces ha continuando viajando a los lugares más diversos en la investigación para sus novelas, mientras se desempeña también como profesora de guión cinematográfico.))

(Santiago, Chile)


El siguiente es un fragmento de la novela Los perplejos, que durante mayo de este año será publicada por Sangría Editora.



Al disponerme a quitar para siempre de mi vista los libros que utilicé para escribir el Compendio, encuentro una frase manuscrita por Daniel. Mi hermano sentía predilección por la historia de aquel joven y valiente pastor que arrojó una piedra con su honda entre los ojos del gigante Goliat, causando su muerte y la victoria de su pueblo. Intento leer la frase, mis ojos se niegan a traducir la letra del que ya no está. El libro presenta manchas de humedad, hongos, agujeros, mordidas de insectos, puntas dobladas y gastadas, bordes resquebrajados, la cubierta sucia, hinchada. En todos los libros descubro pliegues, grietas, rasgaduras, cortes.

Despejo la mesa y con la sola fuerza de mis brazos la desplazo hacia el centro de la habitación. Friego repetidas veces la cubierta y con una cuchilla raspo la suciedad. Corto un paño de entretela y la cubro. Dispongo sobre la tela una plegadera de hueso, brochas, pinceles, hilo de tripa, agujas, yeso, dos piedras pómez, papeles, una vasija con agua, goma de tragacanto, un lápiz de plomo, pergaminos, una regla, un estilete, un punzón para encuadernar, una rejilla para secar papel, pesos, plumas, tinta y tintero.

Hoja por hoja, libro por libro desplazo la brocha desde el centro hacia los bordes, barriendo el polvo acumulado por generaciones. Durante meses el único sonido que sale de la habitación es el roce de las cerdas.

Para quitar las manchas trituro la miga de un pan y la coloco dentro de una almohadilla. Paso la almohadilla en círculos, hoja por hoja, libro por libro. Cuando he cubierto todos los rincones, elimino las migas que pudieron haberse desprendido de la tela, imperceptibles al ojo. Utilizo para ello la yema de mis dedos. Durante meses el único sonido que sale de la habitación es el del tacto.

Con un paño húmedo limpio las cubiertas de todos los libros, una por una. Si están curvadas, las coloco en una prensa que confecciono con la fuerza de mis brazos. Durante meses no se escucha sonido dentro de la habitación.

Vierto agua en una vasija, introduzco mi índice y compruebo si está a temperatura ambiente. Descoso el lomo y las cuartillas. Libro por libro, saco las hojas manchadas, corto un trozo de entretela y pongo la página manchada entre ambas hojas de la tela. Sumerjo la página en el agua de la vasija. Como la entretela no absorbe en forma pareja, con la punta de los dedos arrojo agua en los lugares secos. Abro la entretela y aplico sobre la página una brocha, desde el centro hacia los bordes. Cuando he terminado, inclino la hoja para permitir que escurra el agua. La rejilla de secado está junto a la ventana. Me siento y espero. Antes que el sol las ondule desprendo las páginas de la rejilla y las dispongo a lo largo del mesón, sobre cada una coloco el peso de un libro. Cierro las cortinas para que la luz no entre y espero a que las hojas estiren. Durante meses el único sonido que sale de la habitación es el del agua y el sol.

Reúno las cuartillas y las cubiertas, libro por libro vuelvo a coserlas. Durante meses el único sonido que sale de la habitación es el de la aguja al entrar en el papel.

Con una espátula de madera desdoblo las puntas. En algunas páginas se hace necesario pasar tres y hasta cuatro veces la espátula, y cuando el borde no quiere volver a su posición original, debo colocar un peso. Durante meses el único sonido que sale de la habitación es el suspiro del papel al volver en sí.

Adhiero un trozo de entretela a la ventana y coloco sobre ella, una por una las páginas dañadas. La luz que entra por la ventana ilumina los bordes como si se tratara de una frontera. Paso un pincel embadurnado en goma por la orilla deteriorada. Corto una tira de papel del tamaño de la irregularidad. Con el pincel engomo los bordes. Para asegurarme de que el injerto se pegará a la página, presiono con una espátula por el revés de la hoja. Espero a que la goma seque. Con un estilete recorto el papel sobrante, procurando imitar las irregularidades naturales de la página. Durante meses el único sonido que sale de la habitación es el del corte.

Miro al trasluz el papel que utilizaré para colocar un injerto en el agujero practicado por las polillas. Busco el sentido de las fibras. Fijo las páginas dañadas sobre la tela que cubre la ventana. Coloco el papel que escogí para realizar el injerto sobre el orificio. Dibujo la forma del agujero con un palillo de madera embebido en agua. El roce de la punta mojada contra el papel va rasgando las fibras hasta separarlas por completo de la hoja. Humedezco las fibras con el pincel engomado. Al fijar ambos papeles tengo la precaución de hacer coincidir las fibras, fibra con fibra entrelazarán un nuevo tejido. Durante meses el único sonido que sale de la habitación es el del acomodo del papel.

Cuando tengo claridad respecto de la o las palabras que se perdieron en el lugar carcomido, las escribo sobre el injerto utilizando una tinta similar a la original. Durante meses el único sonido que sale de la habitación es el de la escritura.

Dispongo los libros en talegos que sello con lacre derretido en la llama de una vela. Cojo el último libro, busco la página, la frase manuscrita por Daniel en el margen de la historia de David y Goliat, que el dolor me impidió leer un año atrás, y leo: “Bendito el que tiró”.

Con la fuerza de mis brazos traslado la mesa a un costado, retiro la entretela que dispuse sobre ella. Guardo la plegadera de hueso, las brochas, los pinceles, el hilo de tripa, agujas, yeso, las dos piedras pómez, los papeles, la vasija con agua, la goma de tragacanto, el lápiz de plomo, los pergaminos, la regla, el estilete, el punzón para encuadernar, la rejilla para secar, pesos, plumas, tinta y tintero. No queda ningún rastro del libro que escribí. Golpean a la puerta. Es la sirvienta que trae un mensaje de mi cuñada: “El dinero se acabó”.





Citar como: Rimsky, Cynthia. “Los perplejos (fragmento).” Revista Laboratorio 0 (2009): n. pag. Web. <http://www.revistalaboratorio.cl/2009/04/los-perplejos-fragmento/>