Pablo Katchadjian

Pablo Katchadjian nació en Buenos Aires en 1977. Publicó La cadena del desánimo (2012), Mucho trabajo (2011), Gracias (2011), Qué hacer (2010), El Aleph engordado (2009), El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007) y tres libros de poesía: el cam del alch (2005), dp canta el alma (2004) y, en colaboración con Marcelo Galindo y Santiago Pintabona, los albañiles (2005).

Pablo Katchadjian was born in Buenos Aires in 1977. He has published The discouragement chain (2012), Too much work (2011), Thank you (2011), What to do (2010), The Aleph fattened (2009), Martín Fierro alphabetized (2007) and three poetry books: el cam del alch (2005), dp sings the soul (2004) and a collaboration with Marcelo Galindo and Santiago Pintabona, titled the masons (2005).

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Cantidad de mal

Difícilmente un hombre astuto pueda estar seguro de lo que le dijeron, ya que, por más astuto que sea, lo que le dijeron puede ser cualquier cosa. Puede pasar, incluso, que quien se lo dijo no sepa si le dijo algo o no le dijo nada. El hombre astuto podría reflexionar en base a ambas alternativas, pero sus elucubraciones nunca dejarán de ser nuevas posibilidades. De hecho, cada opción no es una opción sino un multiplicador de pensamientos y dudas. Porque si el que le dijo algo no supo que le dijo algo, ese no saber puede estar más del lado del saber que del no saber, ya que el hombre astuto fácilmente podrá pensar que lo dicho sin conocimiento es más verdadero que lo dicho con deliberación. Claro que en el caso de lo dicho con deliberación se suma el elemento de que además de lo dicho hubo una intención de decir. Esto significa que puede o no haber disparidad entre lo efectivamente dicho y lo que se quiso decir. Si no hay disparidad, no se resuelve nada, porque el hombre nunca sabrá qué se le quiso decir: es decir, nunca sabrá si realmente no hay disparidad. Y si hay disparidad –algo de lo que, de todos modos, no se puede estar seguro, pero que es siempre la opción más probable–, además de no saber qué se le quiso decir no podrá estar seguro de qué fue efectivamente lo dicho, ya que la disparidad supone dos interpretaciones para una misma cosa –la del que lo dijo y la del que lo recibió–, y cuando hay dos interpretaciones las interpretaciones son infinitas (al menos idealmente: cuatro o cinco es igual a infinito). A este hombre astuto, que es un amigo mío, le dijeron “Buenos días”. Esto fue dicho con un gesto llamativo de una ceja. Luego, cuando se subió al colectivo y pidió que le cobraran el boleto, el conductor tardó varios segundos en responderle y el hombre astuto estuvo a punto de repetir el pedido. Con estas dos situaciones incómodas y difíciles de entender, el hombre ya se sintió vencido. Siguió su camino, de todos modos, y cuando llegó al trabajo se dedicó a acumular situaciones similares. Paradójicamente, esto lo curó por un rato: la saturación anuló el efecto. Cuando volvió a su casa, de a poco fue olvidando algunas situaciones hasta que éstas, de tan pocas, volvieron a ser manejables. Al volverse manejables, volvió a sentirse vencido. La conclusión a la que llegó es la misma a la que llego yo ahora: hay que buscar la saturación, no el control. La regla se aplica a casi todo, por no decir a todo (pero no se puede decir a todo): lo que nos hace mal deja de hacernos mal cuando se vuelve masivo e imponente. Pero si deja de hacernos mal seguramente empieza a hacernos otra cosa: que no lo veamos o sintamos no hace que desaparezca, y seguramente no es lo mismo algo que está saturado que algo que ni siquiera está. Esto no significa que nos haga mal, simplemente que no es lo mismo. Podría llegar a ser que nos hiciera bien, es decir, que lo que nos hace mal, en dosis muy elevadas, nos cure y nos proteja. Sin embargo, la nueva pregunta es: ¿de qué debería protegernos? No hay muchas respuestas: del mismo mal, es decir, del mal que eso provocaría si apareciera en dosis mínimas. Mucho nos protege de poco. Sería mejor pensar en el estado sin el mal, pero probablemente ese estado no exista. O, dicho de otra forma: ese estado es el mismo que el del mal masivo. Probablemente, el mal en sí no exista y sólo sea una cuestión de cantidades. O, dicho de otra manera: el mal es una cantidad determinada de algo. Esta es la conclusión, y si es correcta debemos corregir algo de lo dicho anteriormente: no es que mucho nos proteja de poco sino que X nos protege de Y. X es una cantidad de una cosa e Y es otra cantidad de la misma cosa. Es cierto que la saturación nos protege de ver el mal, pero no necesariamente mucho es lo mejor: la cuestión es cuánto. Un ejemplo concreto –que no implica que la idea se aplique sólo a cosas concretas– es el que da Teofrasto en su Investigación sobre las plantas: “Se administra una dracma si el paciente debe tan solo animarse y pensar bien de sí mismo; el doble si debe delirar y sufrir alucinaciones; el triple si ha de quedar permanentemente loco; se administrará una dosis cuádruple si debe morir”. Pero el control de las cantidades de mal no es tan claro como en el ejemplo de Teofrasto. No podemos saber cuántas dracmas necesitamos de cada cosa: lo tenemos que averiguar experimentalmente, y cada uno para sí mismo, y el resultado de los experimentos tampoco es claro, y menos aun las combinaciones entre las distintas cantidades de cada cosa. Y no se trata, por supuesto, de un equilibrio, de un justo medio razonable: puede ser necesario mucho o poco. La mejor opción es confiar en el instinto, en el que de todos modos tampoco se puede confiar del todo, porque ¿qué cantidad de instinto necesitamos? ¿Y en qué unidad lo medimos? El instinto no tiene unidad de medida, lo que significa que no se puede medir (no porque no tenga unidad, sino al revés: no tiene unidad porque no se puede medir). Y si no se lo puede medir pero de todos modos tiene medidas (un mal, un bien y todo lo que queda por sus costados), eso significa que la cantidad de instinto necesaria se debe adivinar instintivamente. A la vez, la cantidad de instinto necesaria para medir el instinto también se mide instintivamente. Esto es infinito, y por ese agujero se escapa esta reflexión.